El 9 de julio de 2006 desapareció un equipo, una generación. Jugadores legendarios que habían llevado a Francia a los altares del fútbol mundial ocho años antes y que culminaron su gesta coronándose también en Europa en el año 2000. En Berlín, el cabezazo de Zidane (además del penalti a lo Panenka, del que casi nadie se acuerda) y el lanzamiento al palo de Trezeguet, héroe en Rotterdam, fueron los últimos coletazos de una selección que envejecía y quería marcharse en la cima que alcanzó varios años antes. Pero Italia le negó su gran final.
En la siguiente Eurocopa, Francia fue el ejemplo de cómo se sufre un cambio generacional y lo difícil que es sobrellevarlo de forma acorde a los grandes objetivos que se plantean cada vez que se disputa una gran competición. La eliminación en la primera ronda, aunque fuera ante rivales como Holanda, Italia y Rumanía, fue un aviso a navegantes, una luz ámbar parpadeante en el cuadro de mandos que Raymond Domenech no supo ver a tiempo y que, para más inri, siguió sin vislumbrar cuando tocó afrontar el Mundial de Sudáfrica. Un equipo viejo, sin ambición y con una seria ausencia de calidad que volvió a salir escaldado a las primeras de cambio en un grupo mucho más asequible que el que se encontró en Austria y Suiza. Aunque finalmente uno de los rivales, Uruguay, acabara siendo la gran revelación del torneo, concluyendo cuarta. Entre medias, una rebelión en el seno de la plantilla que acabó con la paciencia de la federación gala.