martes, 10 de noviembre de 2009

Murcia sucumbe

Vuelta a la antigua usanza. Se disputaban una de esas batallas que uno ya había borrado de su memoria. Diez años después, Murcia y Cartagena volvían a verse las caras. El escenario, los campos de la Condomina. Dos ejércitos querían una fiesta, pero sólo uno podía tomarse la copa de la victoria. Así, los cartaginenses hirieron mortalmente a su enemigo y lágrimas granas inundaron la rambla de El Churra.

Murcia, 11:30 de la mañana del domingo 8 de noviembre. Desde los puentes que cruzan la autovía A-7 se divisaba una masa oscura. Conforme nos aproximamos, la imagen se va aclarando. Decenas de miles de estandartes granas ondeaban al fuerte viento que azotaba la Nueva Condomina, lo que no impedía que más gente se fuera sumando al encuentro. La masa murciana fluía desde el centro comercial, como una manada que sale en busca de su hogar. Unos colores, el blanco y el negro, se confunden en el ambiente. Son los rivales, procedentes de Cartagena, con los que se luchará por el asentamiento. En principio, parecen muy pocos, insuficientes para plantar cara a la inmensa muchedumbre grana que se avalancha sobre el estadio. Pero estos pocos miles de albinegros hacen mucho ruido para intentar ganarse el respeto de la parroquia rival. Pero no es fácil. Son dos rivales que se odian a muerte. Dos grupos que llevan peleándose por la supremacía regional desde hace siglos. La rivalidad no evita que estos enemigos puedan hacerse mutuos gestos que honran a cada uno de ellos. Por ejemplo, los granas cedieron gran parte de sus puestos a los visitantes para que pudieran contemplar juntos la batalla. Por su parte, los albinegros se comportaron como caballeros durante cada minuto de la contienda, aunque desde el principio podrían haber hurgado en la herida rival, que en el primer blandido de la primera espada vieron como su esperanza de victoria final era nula.

Gritos de guerra

Las hordas murcianas saltaron al campo de batalla envalentonadas, creyéndose por Historia superiores. Pero la situación actual, con el ejército en baja forma y a sabiendas del potencial del pequeño ejército rival, se apretaron los machos y entonaron a todo pulmón su canto de guerra más propio para acongojar a los cartageneros. La Parranda, sumergida muy adentro en el corazón local, salió como una explosión del júbilo que cuatro minutos después se desvanecería. Los pocos cartageneros se convirtieron en demasiados. Los ruidosos granas se sumieron en un profundo silencio a merced de sus enemigos. Con su rival abatido, Cartagena invadió las proximidades del campo de batalla. Por doquier se encontraban hombres y mujeres con sus vestimentas blancas y negras, luciendo una sonrisa de oreja a oreja. No era para menos, habían conquistado el territorio enemigo y los murcianos, rendidos, o habían abandonado el campo de batalla o se habían entregado a las legiones enemigas. Cartagena había triunfado, se había hecho con el control de la Región. Por su parte, Murcia se desmorona y espera al nuevo año para preparar la revancha. Suenan tambores de guerra por el Campo de Cartago.